Benvenuti al Sud (Luca Miniero, 2010)

Sólo hay una frase que podría recuperar de esta película de mierda.

"En el Sur lloras dos veces, una cuando llegas, y otra cuando te vas".

Había escuchado esta frase ya antes aplicada al Erasmus. No sé cómo lo han vivido las demás personas que se han escapado durante un año de su ciudad o su país, pero es cierto que salí de Galicia llorando como si se me fuera la vida en ello. Me derrumbé durante el concierto de Arcade Fire, días antes de marcharme, la maleta aún sin hacer pero los cientos de papeles ya cubiertos. Billete de ida y la llegada de noche a una estación de autobús desconocida y completamente siniestra. Sin taxis que me llevaran a casa, sin saber cómo llegar a ella. Sin un mapa, sólo un nombre, "Rue Louis Pasteur". Unos ancianos me ayudaron, tuve que hablarles en inglés porque no sabía decir ni entender más de dos palabras en francés. Cuando llegué la casa estaba vacía, mi cama sin sábanas, una casa inmensa llena de ruidos de tormenta (porque, claro, había tormenta), el techo de la habitación de mi compañera se había derrumbado por la lluvia la noche anterior y la cama estaba llena de escombros. Esta podría ser muy parecida a la deprimente llegada del protagonista de 'Benvenuti al Sud' o de su antecesora 'Bienvenue chez les Ch'tis' (poco importa que sea Norte o Sur, el caso es que siempre se llega de noche y con lluvia y soledad). Obviamente lloré durante horas, lloré durante todo el trayecto en avión hasta Barcelona, durante todo el trayecto en autobús hasta Avignon. Lloré al bajar en la estación y dios mío, lloré toda la noche en esa cama vacía en esa casa vacía en esa ciudad vacía de cualquier cosa que me pudiera resultar familiar.

El resto es una historia muy larga, pero no volví a llorar demasiado, de hecho creo que fueron los meses en los que menos lloré de mi vida. Los escombros se barrieron, encontré sábanas para mi cama, la casa se llenó de gente de muchísimos países, y enseguida aprendí qué significaba ta gueule.

La otra vez que lloré como si se me fuera la vida en ello fue, efectivamente, al abandonar Francia. Meter en esa maleta todo un año, enviar paquetes porque quieres llevarte todo lo posible de allí hasta que te das cuenta de que todo lo que quieres llevarte no es realmente embalable. Vas a esa estación siniestra que te recibió pero ahora es de día, hace calor y llevas pantalones cortos y gafas de sol. Como les ocurría a los protagonistas de ambas películas, las partidas siempre son de día y con sol. Y no estás solo, la gente te despide desde el andén y tú te derrumbas sin poder parar de llorar durante horas. Al pasar la frontera llamé a mi madre por teléfono y llorando como una niña pequeña le dije que me quería morir de tristeza. Entonces ella me dijo que tenía que recordar el día que me había marchado de Galicia, cómo lloraba y se me iba la vida y no quería no quería no quería irme de allí. Claro que me acordaba, dije pataleando, pero estaba equivocada y ahora estaba en lo cierto, ahora siempre es peor. Mi madre me dijo que todo aquello pasaría y algún día dejaría de echar de menos esa casa en Francia de igual modo que aprendí a dejar de echar de menos mis hogares en Galicia.

Me gustaría extraer una conclusión inteligente de todo esto pero es domingo por la mañana y sólo se me ocurre decir que dejar cosas (países, personas) siempre duele, pero enseguida aparecen otras nuevas, y este proceso de reciclaje me parece una de las únicas cosas que pueden mantenernos vivos.

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