L'artiste (Michel Hazanavicius, 2011)

En la película de Kaurismäki salía un perro, Laika, que era listísimo. Hoy vi 'L'artiste', que además de ser una absoluta delicia visual (y sonora), también sale un perro precioso, listísimo, encantador, gracioso. Y me acordé de una pequeña cosa que escribí hace un año sobre los perros en el cine:

La gente es de perros, o de gatos, igual que es del Barça o del Madrid o fan de Los Planetas o de Los Piratas.
Nos encanta trazar líneas divisorias, como esa del círculo polar marcada con tiza, que atraviesa los tablones de madera de una casa en Finlandia. A partir de aquí, todo es lo opuesto.
Hay que elegir. Ya lo decía Renton.
Yo elegí a los perros.

Los gatos me recuerdan a las femmes fatales. Se les ve en los ojos, como Simone Simon en Cat People. Cuesta discernir cuándo es mujer y cuándo es felina.

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Un gato sólo puede ser una mujer. Una mujer cruel, enfundada en guantes negros, que no camina, sino que se desliza. Qué solo vive de noche, porque es de color negro y puede camuflarse. Se podría decir que los gatos saben aparentar, y detrás de la apariencia hay falsedad. Son retorcidos, te lamerán con su lengua áspera para conseguir lo que quieran de ti.

Los perros, sin embargo, no saben aparentar. Son como los niños, o como las personas dormidas.
Hay algo de natural, de real, de verdad, cuando vemos a un perro en una película.
Este año tuve una profesora de teatro que todos los días nos decía gritando: “La naturalidad no existe, sólo lo mecánico, sólo lo aprendido, sólo el sistema, y el sistema es la muerte”.

Hay un capítulo de Six Feet Under en el que Lisa está desaparecida. En el plano aparece su esposo Nate, su hermano David y su hija, un bebé, Maya. David y Nate, que son actores (de los pies a la cabeza), tienen una mirada infinitamente triste, y preocupada. Maya también debería estarlo, su madre está muerta. Sin embargo, es un bebé. No sabe fingir, no puedes darle órdenes, es absolutamente instintiva. Y sonríe, graciosa, en medio de un plano absolutamente dramático.

Lo mismo ocurre con los perros. Todo lo que hacen con su cuerpo, con su cara, con sus ojos sobre todo, es tan absolutamente real que impacta. Y todo espectador busca eso que llamamos real, pero estamos tan acostumbrados a las mentiras del cine, que ya no somos capaces de reconocerla ni cuando la tenemos delante.
Tienes la sensación de estar ante algo vivo. Y muy triste, porque aún a veces me estremece pensar que un actor de tal o cual película está muerto, las probabilidades aumentan al tratarse de un perro.
Y están ahí, capturados, atrapados en un encuadre, en un gesto espontáneo, para siempre.

Los perros nacieron con el cine. Chaplin en 1918 hizo A Dog’s Life, y nos encontramos con un perro que evoca más sentimientos y tiene más expresividad que la mayor parte de los almacenes de metro ochenta de botox hollywoodienses.

Y Vittorio De Sica hizo Umberto D, donde está el perro con más carisma y humanidad jamás visto. Y ese perro es neorrealismo italiano, y ese perro es Cine.

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A los seres humanos suele hacerles gracia que los perros hagan cosas de personas. Los perros vestidos. Los perros que caminan sobre dos patas. Los perros que hablan gracias a los avances de los efectos especiales.
Y es entonces cuando viene el problema. Y aparece Beethoven y sus seis sagas, y aparece Rex, el perro policía.
Son perros absolutamente domesticados, entrenados, sumisos, que hacen cosas monas para la pantalla. Que son encantadores, o muy inteligentes, y el público aplaude con las palomitas rebosando de sus bocas.

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A mí no me interesa la sumisión, mi perra es absolutamente anárquica y caótica y maleducada, y si alguna vez hiciera una película con ella, así es como me gustaría retratarla. No dando la patita. No recogiendo el periódico. No acercándome las zapatillas.
Como en todas esas películas que llaman cine familiar, como si ver cine en familia fuera sinónimo de apagar el cerebro e ir al zoo a aplaudir viendo cómo las focas hacen malabares con una pelota roja. Pixar demostró que hay otras maneras más inteligentes de hacer reír y de hacer llorar a sus hijos.

Pero el resto del tiempo, un perro es lo que ves. Es esa mirada a cámara indeliberada, esa falda que se levanta y la actriz pudorosa coloca en su sitio.
El Cine busca la verdad, y los perros no saben ser otra cosa.

He perdido la cuenta de las películas violentas y sanguinarias que he visto, impasible, tranquila. Sin embargo, ver esas peleas en Amores perros me revolvió el estómago, sacudió hasta el último de mis órganos internos. Nunca me molesté en comprobar si esa violencia, esos mordiscos, esa sangre, ese dolor eran reales o gracias a un ordenador. Sin embargo la muerte o el sufrimiento de un perro en la pantalla es algo que no puedo soportar. Porque lo siento Verdad. Sé que ese perro que cierra los ojos tumbado en la hierba los está cerrando porque su cuerpo dice que tiene que cerrarlos. No porque lo diga el director.

Y Cat Power nos cantó sobre ese Salty Dog e incluso Iggy Pop no hizo diferencia entre el ser humano y ese animal. Iron & Wine le dedicó un disco maravilloso al Shepherd's Dog.
Esa preciosa canción que también da título al disco de Jens Lekman y dice que cuando te dije que quería ser tu perro sólo quería lamer tu cara, lamer esas gotas de los días de lluvia.
Triángulo de Amor Bizarro también se dio cuenta de que somos los dos seres atados a las condiciones terrenas. Y ese niño observado por Francisco Nixon y su novia que gritaba enchido de orgullo señalando a su precioso perro: ¡El perro es mío, el perro es mío!

El perro es nuestro.

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