Un amour de jeunesse (Mia Hansen-Løve, 2011)

Hay un momento clave en ‘Un amour de jeunesse’. Y no son sus diálogos vivos y palpitantes, como cuando le arrancas el corazón a un animal y este todavía late unos segundos en tus manos mientras se desangra, como esas nécoras que retuercen aún sus pinzas acostadas sobre el hielo picado. Estos diálogos, en ese estado agónico que separa la vida de la muerte, le sientan como un guante a esos personajes que sientes que alguna vez te han espiado, alguna vez te han visto hacer lo que haces, decir lo que dices. Es lo que llaman naturalidad, que es una de las cosas más difíciles de fingir por su contradicción, y que nada tiene que ver con la triste y gris realidad.

No. No son los diálogos, ni esos personajes tan tristes que hasta parecen apáticos, ni esa música desconcertante, ni esos cortes certeros que te quitan el aire durante un segundo. El momento clave de ‘Un amour de jeunesse’ es cuando estando en una pequeña clase de arquitectura, el profesor pregunta a sus alumnos qué palabra asocian con la oscuridad. Y estos, secundarios a los que no conoces, responden: noche, vacío, secreto, muerte, el pasado. Y tú estás esperando que Camille, la protagonista de esta historia, diga esa palabra clave que el profesor quiere escuchar como siempre ocurre en el cine: la memoria. Y esperas, pero todos hablan y ella calla, no dice nada, no despunta, no brilla. Ese momento nunca llega. Camille no tiene la respuesta perfecta, no tiene un guión al que pueda aferrarse.
Y ese, ese es el exacto momento en el que el cine deja de ser cine, parece convertirse en la vida.



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