De Noorderlingen (Alex van Warmerdam, 1992)

Carne de mi carne

El cine nos prometió movimiento. Nos prometió rebelión frente al estatismo. Prometió dotar de vida a la pintura, 24 veces por segundo. Prometió que esta emoción vendría dada por una acción. De un modo irreverente, ‘Los Norteños’ nos devolvió la fe en el movimiento inmóvil.

Alex van Warmerdam nos lo cuenta todo sobre la religión y el sexo utilizando la absurdidad como hilo conductor. La historia adopta la forma de cine, sin embargo podría ser una sucesión de cuadros. La composición de cada una de las mágicas postales que Warmerdam crea es visceral, certera y sorprendente.

La vida late en cada una de esas imágenes estáticas y de apariencia muerta. Cada movimiento de cámara es una sutil pincelada. Lo que se encierra en los silencios, en los eternos planos fijos, en los personajes petrificados, es la sumisión de cada uno de ellos ante sus pulsiones más primitivas: la fé y la pasión. Y no hay nada más estático que la sumisión.

El bosque entre el cemento

Lo que nos hace reír por no llorar en ‘Los Norteños’ es su corazón negro. La exposición de las entrañas de aquellos que miran al vecino porque no tienen la capacidad de mirarse a ellos mismos. Estas vísceras son como ese bosque artificial y geométrico que se sitúa al lado de las dos hileras de casas que conforman el pueblo.



El bosque es donde enterramos a los muertos. Sus árboles tras los que hacemos aquello que no queremos que los demás vean. Su siniestro lago donde habitan nuestros secretos. Bajo su tierra depositamos aquello que queremos ignorar. No hay por qué preocuparse: el sol no es capaz de traspasar la sombría y espesa capa de árboles, ningún destello nos expondrá. Aquí nuestras vísceras están a salvo de los voyeurs, pero no están a salvo de nuestra propia mirada.

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