Mud (Jeff Nichols, 2012)

Hay algo bello en la fealdad de Mud. En el agua negra del Mississippi y en los cuerpos sucios. En las peleas callejeras y la violencia contra niños, y mujeres. Los asesinatos, los renegados y los que reniegan.

Pero de Mud me ha gustado especialmente esa escena final en la que los asesinos que buscan a Mud le rodean en la casa y él tiene su momento íntimo con el niño. En el que le cuenta cosas de la vida que uno descubre con el paso del tiempo pero a veces simplemente no quieres esperar a este tiempo tan lento. Antes de esta conversación hay un plano que nos muestra a unos diez hombres que con escopetas cubren cada rincón y escapatoria posible. Y entonces las palabras de Mud, ajeno a esta redada, cobran otro sentido. Dejan de ser banales y se convierten en una especie de posible testamento a una muerte inminente que creemos anunciada. Su rostro deja de ser el de un visitante para pasar a ser el de aquel que dice adiós para siempre. Se acerca el final de la película. Y es entonces cuando se nos encoge, sin darnos cuenta, un poco el corazón.


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