L'écume des jours (Michel Gondry, 2013)


Publicada originalmente en los35milimetros.
 
El resto es feo

Tanto crítica como público francés se han puesto de acuerdo para decir que L’écume des jours es demasiado. Demasiado es algo que está de más, que desborda excesividad por los costados, y qué otra cosa mejor podríamos pedirle a L’écume des jours sino un desbordamiento de creatividad, ingenio, dolor y sueños. El espectador, al sumergirse en ella, se convierte así en una especie de náufrago a la deriva, que en ningún momento sabe en dónde se encuentra, y muchísimo menos hacia dónde va.

Siempre que una película se apoya en un libro para darle vida, la gente se plantea cuestiones como la fidelidad o la mayor o menor calidad de su réplica. Gondry le coge la mano a Vian y, de un modo casi mágico, es capaz de dejar su huella sin perder la del escritor. L’écume des jours invita a la perdición de los sentidos. Tanto libro como película, nos incrustan en un universo poético y confuso en el cual solo podemos dejarnos llevar si deseamos su total disfrute. Se podría decir que Gondry hace realidad los sueños de Vian, ya fueran estos un arrancorazones que descorchan la vida o un pianocktail, el maravilloso invento que dependiendo de la nota musical expulsa un alcohol preparando así un cocktail acorde a nuestro ánimo.

Gondry toma el sentido primario de las palabras de la novela y lo hace real. El lado onírico que habitaba solo en la mente de los lectores de L’écume des jours explota ante nuestros ojos. Si Vian hablaba de una casa que, día a día, se hace más oscura, más pequeña, en lugar de interpretarlo como una metáfora más o menos obvia de la decadencia, la enfermedad y la muerte, Gondry nos muestra una casa que, cada vez más negra, cada vez más minúscula, nos ahoga hasta llegar a sus cimientos, que crujen de dolor cada día. “Las casas sienten”, y yo le contesté que no, mi casa no es una de esas, y ahora se muere de pena, mi casa se muere de amor, que cantaba Deneuve. Con el placer que acostumbra a sentir Gondry por las deformaciones, los juegos de perspectivas y diferentes tamaños, podríamos decir que Vian le va como anillo al dedo. Los que piden al cine fidelidad y compromiso a las palabras pueden sentirse satisfechos, y a los que nos da igual, disfrutaremos de ver cómo estos dos genios se convierten en una sola persona.

Viendo L’écume des jours puede asaltarnos a la mente aquella frase de Blue Velvet: Es un mundo extraño. Los nenúfares que crecen en los pulmones de Chloé. Nosotros, que no somos personajes, si caemos en medio del mar moriremos porque el agua encharcará nuestros pulmones. Sin embargo Gondry y Vian crean un universo en el que el mar crece dentro de nosotros y nos mata desde ahí, agazapado. Como si lo más negro de nuestra existencia, lo más peligroso, se encontrara dentro y no fuera. Gondry, al igual que la poesía, y al igual que Vian, trabajan desde las entrañas y no desde una narrativa convencional. Atacan a los sentidos, y no a la razón. A la locura y a la subjetividad más profunda, y no a la compresión ni la lógica tradicional. Quizás a los espectadores más cobardes no les guste la sensación de pérdida y de caos desatado. ¿Pero acaso no es ya de por sí una rara avis cualquier obra que sea capaz de movernos por dentro, aunque sea en sentido negativo?

L’écume des jours es muy oscura. Gondry nos tiene ligeramente acostumbrados a este tipo de finales agridulces y suspendidos. El ok entre lágrimas y risas nerviosas de Eternal Sunshine of the Spotless Mind. El triste final de La science des rêves donde descubrimos que el mejor refugio es nuestra imaginación, el único sitio del mundo donde todo puede pasar. L’écume des jours es una caída en picado. Una historia que se lanza desde la felicidad, el optimismo, la riqueza y al amor hacia la enfermedad, la muerte, la pobreza, la decadencia. Esa casa que encoge día a día y cuyas ventanas se llenan de telarañas que permiten pasar cada vez menos luz. Al igual que los pulmones de Chloé cuyos nenúfares marchitan a todas las flores que se acercan a ella, y son capaces de apagar el sol, y le roban el espacio necesario para respirar.

Boris Vian y Michel Gondry son dos hombres de ideas fijas, que encadenan y retoman y reiteran a lo largo de sus obras. El primero rezaba: Solamente hay dos cosas: el amor, de todas las maneras, con chicas bonitas, y la música de Nueva Orleans o de Duke Ellington. El resto debería desaparecer, porque el resto es feo. El segundo le dijo amén y abrazó a una Audrey Tautou más bella que nunca y a un jazz desenfrenado que tiene tanta vida que te alarga las piernas solamente para que puedas bailarlo como es debido.

Es sabido que Boris Vian murió de un ataque al corazón en una sala de cine cuando acudía de incógnito al estreno de la adaptación de su novela Escupiré sobre vuestra tumba. Dejando a un lado las causas naturales de esta muerte y centrándonos en las poéticas, que son las que a él le habrían gustado, no deja de ser bella la idea de morir durante la proyección de tu obra. Como si esta fuera capaz de romperte el corazón, de igual manera que L’enfer mató a Henri-Georges Clouzot. Pese a la imposibilidad de matar dos veces al mismo hombre, Michel Gondry se enfrentaba a una gran responsabilidad moral, e hizo lo mejor que podría hacer: quitarse los zapatos, lanzarse al mar de cabeza vestido con su propia piel, y esperar a que este mar le escupiera de vuelta envuelto en espuma. Una espuma difícil de borrar, que incluso después de su resaca, yace sobre la orilla.



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