Simon Killer (Antonio Campos, 2011)

Simon Killer tiene muchas cosas muy interesantes pero muchas otras que no lo son.

Entre las interesantes pondría en la cima el uso del sonido. Me gusta mucho la utilización moderna (en el buen sentido de la palabra) de la música que escucha el protagonista para adentrarse en la cabeza del personaje. Por ejemplo, ¿cuántas veces vamos por la calle escuchando una canción que es demasiado triste/demasiado animada para nuestro estado anímico presente y cambiamos a otra más acorde con lo que se mueve por nuestra sangre en esos momentos? Pues ese gesto lo repite Simon numerosas veces, y muy sabiamente, la película nos interrumpe estas canciones para hacernos saltar a otras bruscamente provocando nuestra frustración. Es como ir en el coche con una persona que no para de cambiar de canción esperando encontrar esa una y concreta que quiere escuchar, y ninguna otra le vale. Exasperante para el copiloto, imperativo para el conductor. Esto mezclado con pasajes de bailes en los que la música parece nunca corresponderse con el movimiento de sus cuerpos, volúmenes desproporcionados y alternancias un poco locas que hacen las delicias del espectador.

Entre las no interesantes pondría una historia se quedó a ras de suelo, muy en la superficie de las cosas, muy en la anécdota, muy en lo banal. No se trabaja el ambiente, no se trabaja la personalidad de ninguno de sus paseantes, no se trabaja el guión y, como respuesta a esto, esta historia no me lleva a ninguna parte diferente del punto de partida, más que a contarme cómo un yanki llorica con algún ligero problema emocional se escapa a París a relacionarse con una prostituta. Lo que hacen todos los americanos en su año sabático, vamos.

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