Grand Central (Rebecca Zlotowski, 2013)

Conocí a Léa Seydoux hace 5 años cuando salió La Belle Personne y me pregunté cómo podía existir una criatura tan bella sobre la tierra y no haber sido todavía descubierta. Tenía la piel como una estatua de mármol, una tristeza contagiosa de las que incitan al amor y no a la guerra. El pelo opaco, que funcionaba como un marco para sus pómulos y esa boca que debe ser única en el mundo. Léa era, de algún modo, la personificación de esa canción de Vinicius de Moraes que dice: Uma mulher tem que ter qualquer coisa além de beleza. Qualquer coisa de triste. Qualquer coisa que chora. Qualquer coisa que sente saudade. Um molejo de amor machucado. Uma beleza que vem da tristeza de se saber mulher, feita apenas para amar, para sofrer pelo seu amor, e pra ser só perdão.



5 años después he visto a Léa hacerse alguien. Un día salió en una película de Woody Allen. Otro en una de Tarantino.  Y supe que ya no habría más Léa como aquella desconocida que un día me hizo querer acariciar la pantalla. Léa se convirtió en esa actriz de un solo papel, que no sabe apenas sonreír. Una de esas mujeres que ahora gustan tanto porque son distintas a las demás. No están tan delgadas, no tienen los rasgos tan perfectos. Una de esas mujeres que hacen películas como Grand Central, en las que no son nadie ni valen para nada salvo para ser bonitas.


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