The Shining (Stanley Kubrick, 1980)

Hace 6 ó 7 años Jonathan me regaló un libro de Gabriel García Márquez y en él había un relato que se titulaba "El rastro de tu sangre en la nieve". Y por mucho que me entusiasmara el relato, del que apenas recuerdo nada, el título se quedó grabado a fuego en mí. El rastro de tu sangre en la nieve. Es, de todas las imágenes poéticas que pueda imaginar, la más bella de todas. La textura de la sangre sobre la nieve coagulada. El rojo de la muerte con la vivacidad blanca del frío. Fue entonces cuando reviendo por incontable vez 'The Shining', esa frase me golpeó en la cabeza. El rastro de tu sangre en la nieve. Pensé en cómo habría sido 'The Shining' si Danny hubiera estado herido cuando huía de su padre en el laberinto y hubiera ido dejando un hilo de sangre delatador que permitiera a su padre encontrarlo y asesinarlo. Las miguitas del pan. Y pensé en cómo esa sangre caería sobre la nieve y luego la nieve seguiría cayendo sobre la sangre pero no importaría porque sería como un destello de luz, como una bengala lanzada en la noche que le hubiera llevado a la muerte. Pensaba en eso: en las infinitas posibilidades de cada mínima acción de una película. Es algo que hago muy a menudo cuando veo una película por primera vez o repito otra de la cual he olvidado una escena: me detengo y me pregunto: ¿cómo resolvería yo esta situación? Y nunca es así. Nunca es tan perfecta, tan redonda como la habría hecho Kubrick. Es lo que tienen los genios: no se parecen en nada a nosotros, caminan sigilosos por la noche, se deshacen de las vías de hierro y se funden con la cámara para borrar sus huellas tras de sí, nunca dejarían un rastro de sangre sobre la nieve.



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