La vénus a la fourrure (Roman Polanski, 2013)
Polanski es mi amor. Es uno de esos directores que reunen todo aquello que quiero tener a mi alcance. Humor, negrura, perversión, sadismo, inteligencia, saber hacer. Y es a la vez víctima y culpable, algo que lo hace irresistible a mis ojos.
La vénus a la fourrure tiene mucho de Polanski. Tiene al Polanski teatral, que hemos visto desenvolverse en espacios cerrados como tiburón en el Océano Atlántico en La muerte y la doncella o en Carnage (Un Dios salvaje). Tiene a su musa (a la que yo no acabo de encontrarle ni un ápice de belleza) de igual manera que un día fue dueño de Catherine Deneuve o de Mia Farrow. Tiene a su alter ego, un Mathieu Amalric que se peina, habla y se mueve como lo haría el propio Polanski, de igual modo que lo tuvimos a él en carne y hueso en El quimérico inquilino o en El baile de los vampiros.
Esta Venus no es My Fair Lady. No es una mujer que no sabe hablar ni comportarse, vulgar, descarada, inoportuna, imbécil. Una masa de barro a la que moldear y educar, con trabajo y tres horas de metraje, haciéndola repetir "la lluvia en Sevilla es una maravilla" hasta que se le rompa la lengua. Esta Venus es más Mata Hari (que no femme fatale) que víctima. Es una de esas mujeres que los hombres tienden a calificar como feminazi. Y lo es de un modo tan obstinado, es tan perversa en sus métodos, que te deja a ti, espectador, aturdido en tu butaca preguntándote qué es verdad, qué es mentira. Como en el teatro. Como en el cine.
Hay un momento hermoso y certero en esta película, y es cuando en medio del ensayo hay una pausa, la cámara se fija en Emmanuelle, la mujer y no la mujer que interpreta, que tiene, por primera vez, una mirada inteligente, un sé lo que hago escondido. Por supuesto esta mirada ocurre mientras nuestro hombre está de espaldas, ajeno a esta verdad que se revela tras él y solo para nosotros. Avanzándonos este castigo a un crimen que nunca fue cometido.
La vénus a la fourrure tiene mucho de Polanski. Tiene al Polanski teatral, que hemos visto desenvolverse en espacios cerrados como tiburón en el Océano Atlántico en La muerte y la doncella o en Carnage (Un Dios salvaje). Tiene a su musa (a la que yo no acabo de encontrarle ni un ápice de belleza) de igual manera que un día fue dueño de Catherine Deneuve o de Mia Farrow. Tiene a su alter ego, un Mathieu Amalric que se peina, habla y se mueve como lo haría el propio Polanski, de igual modo que lo tuvimos a él en carne y hueso en El quimérico inquilino o en El baile de los vampiros.
Esta Venus no es My Fair Lady. No es una mujer que no sabe hablar ni comportarse, vulgar, descarada, inoportuna, imbécil. Una masa de barro a la que moldear y educar, con trabajo y tres horas de metraje, haciéndola repetir "la lluvia en Sevilla es una maravilla" hasta que se le rompa la lengua. Esta Venus es más Mata Hari (que no femme fatale) que víctima. Es una de esas mujeres que los hombres tienden a calificar como feminazi. Y lo es de un modo tan obstinado, es tan perversa en sus métodos, que te deja a ti, espectador, aturdido en tu butaca preguntándote qué es verdad, qué es mentira. Como en el teatro. Como en el cine.
Hay un momento hermoso y certero en esta película, y es cuando en medio del ensayo hay una pausa, la cámara se fija en Emmanuelle, la mujer y no la mujer que interpreta, que tiene, por primera vez, una mirada inteligente, un sé lo que hago escondido. Por supuesto esta mirada ocurre mientras nuestro hombre está de espaldas, ajeno a esta verdad que se revela tras él y solo para nosotros. Avanzándonos este castigo a un crimen que nunca fue cometido.
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